
By Norberto Fuentes
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Fíjense con qué reposo se echa hacia atrás en su asiento y pide cien años para mi defendido! —¡Cien años, señores magistrados! —exclamó abriendo los brazos y dejándolos caer pesadamente en las faldas del saco—. ¡Cien años, como si cien años no fueran nada! —Cien años —repitió el Ministerio Fiscal, recostado sobre el púlpito de madera y apoyando la barbilla en su puño cerrado. —Silencio, silencio —pidió displicente el jefe del Tribunal—. Silencio en la sala. Aunque no hacía falta pedir silencio porque nadie hablaba.
Yo grité: ¡Adelante! Un cocinero de Servicios pasó a la habitación. Traía una bandeja de lata y dos vasos de lata. La bandeja estaba muy golpeada, el agua de la cocina se escurría por alguna grieta y los vasos humeaban. —El café —anunció el cocinero. —Primero sírvale a él —ordené. —Está bueno ese café, ¿eh? —Sí —respondió Claudio. Yo tomé de mi vaso. Después prendimos nuevos cigarros y el cocinero salió. —¿Cómo te sientes ahora? —Me siento muy mal, señor. —Yo sólo quiero saber una cosa. —Me siento muy mal, me duele la cabeza.
Sí, está bueno —respondió el secretario—. Stalin fusiló a ese escritor. —No me digas, chico —exclamó Atila—. ¿Y por qué? —Ese hombre se puso a decir que los cosacos eran bribones de la vida. A Stalin no le gustó que se escribiera así. —Ah, bueno. Si dijo esas cosas había que traquetearlo. ¡La verdá que ese viejo Pepe era un duro! —afirmó Atila. —Sí, no se le puede quitar el mérito —agregó el secretario. —Entonces me llevo el libro, pa saber qué paso con los cosacos —dijo Atila. El aire acondicionado me cortaba el cuerpo.